LA DAMA DE SHALOTT

Relato que obtuvo el primer premio en el Concurso Literario del IES L'Eliana, curso 2010-2011. Autora: Helena Lorenzo Ferragut, 4ºESO B.



Dejó el telar y se acercó al espejo. Acarició la superficie, límpida y pulida, y observó su propio reflejo. El cabello, de color rojo claro, caía dulcemente por su espalda formando sedosas ondas. Una fina diadema de plata le rodeaba la frente apartando del dulce rostro los largos mechones. Llevaba un vestido blanco, ceñido a su cuerpo por un cinturón de cuero negro. La piel era casi tan blanca como las ropas que portaba, excepto por el ligero tono rosado que cubría sus mejillas. De repente, sus ojos azul cielo se desviaron de su propio rostro y miró tras de sí. A sus espaldas se abría un inmenso ventanal. La joven dama clavó sus ojos en el espejo y miró hacia el exterior. Vio las montañas, los frondosos bosques de hojas esmeraldas y el río, que fluía como una serpiente plateada. Y sobre un montículo, entre los árboles, se alzaba la fortaleza más imponente de las tierras que se extendían hasta el mar: Camelot, la de las muchas torres, sede de la Tabla Redonda y joya del reino del rey Arturo.
Se sentó frente al telar y reanudó su labor. Durante aquel tiempo había hecho y deshecho los dibujos cientos de veces, ilustrando todo lo que veía reflejado en el espejo: Camelot, sus gentes, sus vidas. Utilizaba ahora hilos de oro para imitar el color dorado de los campos que se extendían a un lado y otro del río que rodeaba la isla en la que ella habitaba. Vio a los campesinos segando las altas espigas, amontonándolas en haces, secándose el sudor de la frente después del duro trabajo. Lentamente, la dama comenzó a cantar. Su voz clara salía por la ventana de la torre, se escurría por cada grieta de los gruesos muros de piedra. Llegaba hasta los oídos de los cansados labradores, que miraban a un lado y a otro sin saber de dónde provenía la música. Nadie sabía de la existencia de aquella isla, nadie conocía la torre. Tan sólo los más ancianos recordaban haber oído hablar, en antiguas leyendas, de un pedazo de tierra colocado en mitad del río. Cuando los campesinos desistían de encontrar a la dueña de la triste voz, se miraban unos a otros y susurraban: “Es el hada, la Dama de Shalott”.
Así se consumían los días; contemplaba y tejía, contemplaba y tejía. La madeja de lana carmesí iba tomando la forma de un sinuoso vestido de mujer, el de una feliz doncella con un halcón de caza en la mano. Los árboles tiñeron sus hojas de un suave color marrón. Los campesinos dejaron de segar sus campos. Los cisnes del río alzaron el vuelo.
El octavo mes estaba a punto de acabar. La dama vio cómo al anochecer, desde la ciudad, una comitiva de figuras encapuchadas que portaban antorchas y linternas se dirigía hacia un claro del bosque donde los aldeanos habían apilado grandes haces de leña. Llegados hasta las piras, prendieron la madera seca de las hogueras. La luz inundó la noche y el bosque se llenó de risas y cantos. Poco a poco, la luna fue ascendiendo por la bóveda celeste hasta llegar a su cenit. De repente, la música y los cánticos cesaron, y un silencio respetuoso envolvió el claro para recibir a un nuevo visitante.
Llegó montado en un imponente caballo blanco con las verdes crines adornadas con cintas de oro. El jinete era alto y de delgadísima cintura. Sus cabellos y barba, de color verde musgo, caían largos y desordenados, y su cabeza estaba tocada por una corona de acebo. Vestía ropas ligeras de color verde grisáceo, como la corteza de los sauces. En la mano izquierda portaba a modo de cetro el arbusto sagrado, una planta de hojas oscuras y frutos rojos cual rubíes. La dama lo reconoció en el acto. Se habían visto hacía largos años en idéntica ocasión, cuando ella era una de las doncellas de la corte del rey. Nada más aparecer en el claro él, el Caballero Verde, ni hombre ni árbol, espíritu de la naturaleza, tan viejo como la tierra misma, se había dirigido a la joven y le había hablado en una lengua arcana y desconocida: “La Gran Diosa te reserva un trascendental cometido”. A lomos de su caballo habían cruzado el río hasta llegar a una isla donde se alzaba una poderosa torre. El Caballero volvió a hablar entonces: “Desde hoy, esta torre será tu hogar. Nunca saldrás de ella y jamás volverás a mirar hacia Camelot. Tejerás un tapiz con todo lo que veas del mundo exterior a través del espejo. Si infringes alguna de estas reglas la maldición de Shalott caerá sobre ti”. La condujo a la habitación donde se encontraban el telar y el espejo, y cerró la puerta tras de sí.
La dama salió de sus recuerdos y volvió a la realidad. El Caballero Verde rodeaba el claro montado en su animal, bendiciendo el nuevo año. Llegó hasta el centro del claro y desmontó. Bajo la atenta mirada de todos, hincó una rodilla en el suelo y depositó el arbusto, que comenzó a enraizarse en la tierra. El Caballero acarició sus hojas y, con un suave soplido, éstas se inflamaron. El Caballero volvió a montar y se dirigió al linde del claro. La música llenó la noche de nuevo, y volvieron las risas y las danzas. Antes de perderse en las tinieblas, el Caballero giró la cabeza, miró hacia la torre y su mirada se encontró con la de la dama.
Poco a poco los árboles perdieron las hojas de color castaño y dejaron desnudas sus ramas. Pronto empezó a nevar, y con los primeros copos de nieve, los caballeros del rey Arturo regresaron a sus hogares. Las doncellas de la corte salían a recibirlos entre gritos y risas. Ellos desmontaban y las abrazaban, alzándolas en el aire. Cada año se repetía la misma escena y cada año ella la contemplaba en su espejo, mientras las lágrimas caían por su rostro puro.
Fuera nevaba y los niños jugaban con la nieve. El inmenso ventanal no tenía contraventanas ni cortinas que protegieran la estancia, pero la dama no tenía frío. Nunca hacía frío en Avalon, el reino sumergido de la Dama del Lago, refugio del Santo Grial, un mundo paralelo e invisible a los ojos de Camelot.
La estación oscura pasó lentamente. Al fin, de los árboles empezaron a brotar nuevas hojas, anunciando la llegada de la luz y la alegría de nuevo, y con ella la celebración de Imbolc. En lo alto de su torre, la dama tejía.
Las noches de primavera eran más claras. La luna reinaba en el cielo aquella noche; la dama estaba sentada frente al espejo, observando cómo el mundo dormía. De repente, algo se movió en el bosque y dos figuras salieron de entre los árboles, acercándose al río. Una era una doncella de largos cabellos y piel blanca como la escarcha. La acompañaba un joven esbelto, vestido con sencillez. La dama clavó su mirada en ellos. Ambos se sentaron en la orilla. El joven cogió la mano de la doncella, la besó y le prometió amor eterno.
La dama apartó la vista del espejo y cerró los ojos.
Pocos días antes del solsticio de verano, el rey inauguró el torneo anual. Desde la torre la dama había visto cientos de torneos, todos iguales. Los caballeros del rey venían de sus lejanos dominios para mostrar su valor. La dama no prestaba atención.
De repente, una suave canción llegó a sus oídos. Abajo, por entre los campos de cebada, llegaba cabalgando sir Lancelot. Llevaba una hermosa armadura, los rizos negros flotaban detrás de él apenas escondidos por el yelmo y su canto llenaba las estancias de Shalott. La luz brilló en el cristal pulido y sir Lancelot apareció en el espejo. El corazón de la dama dio un vuelco. Dejó el telar, el hilo cayó de sus manos, precipitándose al suelo. Dio tres pasos a través de la habitación y llegó hasta la ventana. Se asomó y vio los lirios que crecían en el cauce del río, vio el yelmo de sir Lancelot y la pluma prendida en él.
Miró y vio Camelot.
Como por arte de magia, el tapiz empezó a deshacerse solo, el hilo caía desmadejado a los pies del telar. La dama oyó un crujido a sus espaldas. Una brecha recorría la pulida superficie del espejo de lado a lado. “La maldición se cierne sobre mí”, sollozó la dama. El viento del este soplaba con fuerza contra la torre. La dama abrió la puerta por primera vez en muchos años y se precipitó escaleras abajo. Salió al exterior El sol comenzaba a declinar sobre el valle y su luz dorada lo inundaba todo. Jamás había visto unos colores tan vivos, tan claros, tan puros. Llegó hasta el río, y allí, bajo las ramas plateadas de un sauce, encontró un bote. Subió a él y en la proa escribió su nombre: la Dama de Shalott. Desató la cadena de plata que sujetaba la barca y la corriente la empujó río abajo, hacia Camelot, la de las muchas torres. Se recostó en el fondo y comenzó a cantar. El viento seguía soplando, los árboles iban perdiendo las hojas y éstas caían delicadamente sobre el cuerpo de la dama. Sintió cómo, poco a poco, la sangre se iba helando en sus venas; su mirada se fue oscureciendo. Y así, cantando su canción, murió la Dama de Shalott.
El bote siguió su camino, mientras su voz aún resonaba en el aire, hasta llegar a las primeras casas que se encontraban en la orilla del río. El torneo se detuvo, sorprendidos todos por la suave melodía. Pálida por la muerte, la barca entró en la silenciosa Camelot.
Lancelot se abrió paso hasta el bote y rompió el silencio: “Tiene un bello rostro. Dios, en su grandeza, la colmó de gracia. La Dama de Shalott.”
Muchos años después de la muerte de la Dama de Shalott, los caballeros de la Mesa Redonda empezaron a dividirse. Una guerra fratricida enfrentó a los pueblos celtas entre sí. Tras la última batalla, cuando el humo se disipó después del duro combate, Arturo yacía en el suelo, exhalando sus últimos suspiros. Sus fieles Girflet y Lancelot lo condujeron hasta un bosque cercano a un lago de aguas cristalinas, donde pretendían curar las heridas de su rey, pero éste se negó. Desenvainó a Excalibur y se la tendió a Girflet. “Debéis llevar a Excalibur hasta el lago y lanzarla al agua.” El caballero asintió pero, llegado al lago, le dio lástima desprenderse de ella, así que la escondió y volvió junto a su rey.
-“¿Qué habéis visto al lanzar la espada?”
- “El reflejo del sol en el agua.”
El rey sabía que había desobedecido sus órdenes y le hizo volver. Esta vez, Girflet desenvainó su propia espada y la lanzó al lago. Al regresar le esperaba la misma pregunta.
-“¿Qué habéis visto al lanzar la espada?”
- “Sólo el viento sobre el agua.”
El rey cerró los ojos, cansado. “Debéis devolver Excalibur al lago. Obedeced la última orden de vuestro rey. No temáis ni por ella ni por mí.”
Lancelot fue con él y esta vez Girflet arrojó la espada al agua. Ésta voló por el aire y, justo antes de arañar la lisa superficie del agua, una mano salió de las profundidades y la tomó entre sus dedos. De inmediato, la mano volvió a sumergirse, llevándose la espada con ella.
Cuando los caballeros volvieron junto a su rey lo encontraron cambiado, sonriente, deslumbrante. Sin decir palabra, se encaminó hacia el lago, seguido de los dos hombres. Una espesa niebla cubría ahora el agua. De entre las tinieblas surgió un barco bellamente adornado, gobernado por nueve damas que portaban velos blancos. El barco atracó justo a los pies del rey. Las tres primeras damas se descubrieron. Lady Morgana ayudó a su hermano a subir al barco. A su derecha, lady Nimue le acomodó entre suaves cojines.
“En Avalon estará a salvo. Ahora podrá descansar.”
Sir Lancelot levantó la mirada, empañada por la pérdida de su amigo, de su rey. Desde la proa del barco, la tercera dama había hablado. Sonreía, feliz al fin, la Dama de Shalott.
FIN