QUINCE DÍAS DE ABRIL

Por Helena Lorenzo, 3º ESO

 - ¿Dónde est-ce que je puedo tender ma serviette?
 Pronunciaba por tercera vez esta frase ante la mirada inexpresiva de Odile, y ya empezaba a dudar si mi anfitriona no me entendía o simplemente pasaba de mí. Sostenía mi toalla mojada entre las manos (me acababa de duchar después de un viaje de 13 horas en autobús) y esperaba que un milagro me sacara de esta incómoda situación.
¿Que cómo había llegado hasta aquí?
Todo empezó meses atrás, cuando mis padres me apuntaron al programa de intercambio de estudiantes que mi colegio realiza cada año con el instituto de un pequeño pueblo de la Provenza.
- Está decidido. En abril te irás quince días a Beaugarde. Esta mañana he hecho la transferencia.
- Pero papá… –empecé a protestar alargando excesivamente la última sílaba. La verdad es que yo vivía muy a gusto en nuestro céntrico apartamento, encerrada en mi mundo y rodeada de mis cosas, y no tenía ningunas ganas de variar mi cómoda rutina, y menos aún de vivir dos semanas en el campo con unos perfectos desconocidos. Pero mi padre no me dejó continuar.
-¡Ya está bien de tanto aislamiento! Es hora de que salgas de tu torre de cristal, espabiles y aprendas a desenvolverte  por ti misma. Si yo a los 13 años hubiera tenido esta oportunidad, desde luego que… -y dedicó los siguientes diez minutos a soltarme el conocido discurso de que si los jóvenes de ahora esto, que si aquello, que si lo de más allá.
Así que la noche del 1 de abril allí estaba yo, subida al autobús con todos mis compañeros, despidiéndonos de las familias a través de los cristales. A una orden de Matilde, la profesora responsable, el conductor se puso en marcha dejando atrás el aparcamiento del colegio y la seguridad de nuestras casas.
  Paz, Montse, Marina y yo nos sentamos juntas; estuvimos charlando y luego me puse a leer un rato, pero acabé durmiéndome mientras intentaba  imaginarme cómo sería la familia con la que iba a convivir durante quince largos días.
El sol todavía estaba desperezándose cuando paramos en un área de servicio, los treinta y pico que éramos, para desayunar.
- Necesito un café, necesito un café – repetía Paz una y otra vez al entrar en la cafetería del área de servicio. Y se las ingenió para sacarse uno de la máquina sin que la viera Matilde.
Hubo tres paradas más en otras tantas áreas de servicio en las que, invariablemente, todas las chicas salíamos disparadas hacia el baño con una prisa que luego resultaba inútil, ya que no sabíamos dónde estaba y el sitio donde aterrizábamos nunca eran los lavabos.
Siglos después paramos delante del Lycée de Beaugarde. Matilde cogió el micrófono y dijo:
- ¡Bien!, Hemos llegado. Ahora intentaremos bajar ordenadamente del autobús y entrar al salón de actos en silencio. Allí os presentarán a vuestras familias.
  Bajamos, efectivamente, a empujones, y entramos a la carrera y desgañitándonos. Allí nos esperaban nuestros franceses y Belle, su monitora, que empezó a recitar la lista de nombres.
 - … avec Odile Beauyette- gritó para hacerse oir entre el griterío, cuando llegó mi turno.
Una chica grande y rubia vino a buscarme y me llevó junto a su madre, que se presentó como Valèrie. Cargada con la maleta y la mochila las seguí hasta su coche, mientras intentaba enviar un SMS a mi familia para que supieran que ya habíamos llegado.
Salimos de Beaugarde y seguimos por una carretera hasta llegar a una especie de pueblecillo llamado Beaujour, que es una pedanía a las afueras de Beaugarde. Era allí donde supuestamente vivía Odile, pero el coche atravesó la pedanía y siguió alejándose, por lo cual deduje que no viviría en las afueras de Beaugarde, sino en las afueras de las afueras de Beaugarde. Después de pasar todo el pueblecillo entramos en un camino de tierra. Justo cuando iba a pulsar la tecla de “enviar mensaje”, Valèrie me miró con pena a través del retrovisor y dijo:
- Je suis desolée, mais ça ce n’est pas possible ici.
En otras palabras, y como pude comprobar después, que no tenían cobertura. El coche giró a la izquierda del camino y entró en el jardín de una vieja casa de campo; paró sobre un pedazo de hierba sin cortar desde hacía su tiempo y nosotras bajamos mientras la madre sacaba mi maleta.
Odile se agachó junto a una piedra que había al lado de la puerta, y de allí debajo sacó una llave grande y vieja (imposible llevarla en el bolso), tal vez la llave original de la casa. La metió en la cerradura y entró, mientras yo le pisaba los talones.
- ¿Puedo yo téléphoner à mes parents ahora, s’il vous plaît?- pregunté con voz pituda a la vez que me acercaba la mano a la oreja, pulgar y meñique estirados, como si fuera un teléfono. Odile me condujo hasta el salón y desde allí hablé con mis padres. Después fuimos a su habitación, en el piso de arriba, al que se accedía por unas escaleras de piedra. La escalera desembocaba en un pasillo con el suelo de madera. En el centro del pasillo había una silla vieja, y Odile me indicó que no debía moverla. En seguida descubrí por qué: debajo había un agujero del tamaño de mi pie, desde donde se veía el comedor.
Su habitación tenía una litera, un escritorio, un armario y una estantería; las paredes estaban llenas de pósters con caballos. Cruzando el pasillo se llegaba a la toilette y a la salle de bain. El baño era grande, con dos lavabos, cada uno con su espejo, una bañera llena de libros viejos, una cama de matrimonio (sin comentarios) y una ducha.
Deshice la maleta y bajamos a la cocina a cenar hamburguesas cocinadas con mantequilla y pommes frites. Luego le di a su madre el regalo que le había traído, un libro sobre la pintura de Sorolla, que me agradeció mucho. Y después de cenar fui a darme una ducha en la salle de bain, que no tenía pestillo.

Al día siguiente, domingo 2 de abril, venían a comer los abuelos de Odile y su hermano pequeño, que había estado pasando unos días con ellos. El padre, al que yo aún no conocía, había ido a buscarlos.
Después del desayuno Valèrie nos pidió que le trajéramos unos huevos. Yo pensaba que iríamos al pueblo en bici para comprarlos, pero no: salimos por una puerta situada al otro extremo del salón al campo, bueno, al jardín, bueno, a un establo que da al jardín, y llegamos a una vieja construcción que resultó ser el gallinero. Odile cogió una maceta de plástico negro de ésas de los viveros y la llenó de huevos. Yo no toqué ninguno porque las cáscaras estaban llenas de …, bueno, eso.
Abuelos, padre y hermano llegaron a la hora de comer: los abuelos, altos y grandes, a simple vista parecían amenazadores, pero luego eran muy agradables: El abuelo, Jean-Claude, es un poco calvo, tiene la cara muy roja y lleva bigote; la abuela, cuyo nombre no entendí, tiene el pelo muy blanco. Entre ellos hablan en “beautini”, el dialecto de esta zona. Jean-Pierre, el padre, es un hombre alto y delgado como un espagueti gigante, y además siempre lleva boina, incluso para comer. Y luego está Jean-Luc, que tiene 3 años, pero que no dice ni una palabra.
El menú era a base de  huevos duros, queso, salchichón y zanahoria rallada. Odio el huevo duro, pero al recordar las instrucciones maternas (“cómetelo todo sin rechistar) y por no parecer maleducada me comí dos a palo seco, sin mayonesa ni nada, asegurando que estaban muy buenos. Y fui la única porque, según me explicó Jean-Claude muy risueño, como el negocio familiar es la cría y venta de huevos, pollos, patos y pavos, están hartos de comerlos.
  Después de comer las horas pasaban lentas, como si el tiempo se hubiera detenido.
- Alors, on y va chercher Poggtos et Aggamis– dijo de pronto Odile. Yo asentí sin saber muy bien qué había dicho. Entendía que íbamos a algún sitio a hacer no sé qué pero, ¿qué demonios pintaban aquí los Mosqueteros?
  Salimos, pues, con un solazo increíble, en dirección a casa del vecino, que vivía a diez minutos de casa de Odile. Pero al llegar allí la pasamos y seguimos adelante. Y esto con otras tantas; llegamos a Beaumonde, y también lo pasamos. Al final llegué a la conclusión de que Portos y Aramis eran los nombres en clave de dos amigos de Odile y que los estábamos buscando. Seguimos caminando un rato hasta llegar a una carretera con muchos campos delante, y entonces encogió los hombros y dijo con indiferencia:
- C’est pas grave.
Dimos media vuelta y durante el regreso interpreté, más por el gesto que por sus palabras, que no debían ser tan amigos. Me subí un rato a leer, y creo que debí quedarme frita, porque cuando vino Odile a decirme que sus abuelos se habían marchado ya era de noche.
Para cenar Valèrie había preparado un enorme puchero de soupe (que en realidad era hervido con caldo), y fromage
El lunes 4 de abril nos despertó Valèrie vestida de enfermera. Me sentía como si apenas hubiera dormido. Al mirar el reloj casi me desmayo. ¡Las seis y media de la mañana! Medio grogui me levanté, vestí, desayuné y abrigué para salir de casa; hay que ir andando hasta el camino a esperar el autobús del colegio y a esas horas hacía frío.
  Teníamos una hora de trayecto hasta Beaugarde porque, aparte de que nuestra granja está lejos, el autobús hace varias paradas más. Cerca ya del Lycée, ¡oh maravilla!, había cobertura, así que tomé nota mentalmente para el futuro. Al llegar, Odile se fue a su clase y yo con el grupo de españoles.
 Estaba encantada de reencontrarme con mis amigas. Estuvimos cotilleando y, por lo que contaron, me pareció que ellas habían sido más afortunadas: Las francesas de Paz y Marina vivían en pleno centro del pueblo y la de Montse hablaba perfectamente español.

Al volver a casa, Odile tenía que ayudar a su padre y me invitó a ir con ellos. Jean-Pierre hace reparto a domicilio, en tiendas y también en muchas casas particulares, de los productos de la granja. Por las tardes ella, cuando vuelve del colegio, prepara los encargos según una lista de pedidos que le da su padre y le acompaña en la furgoneta.
Mientras Odile se ponía unas gruesas botas de goma y recogía los huevos en el gallinero, yo fui haciendo camino hacia la furgoneta de Jean-Pierre. Él abrió la puerta del copiloto con una sonrisa de oreja a oreja, se giró hacia mí y empezó a darse palmaditas en los muslos. Yo, la verdad, no entendía ese gesto hasta que la tierra tembló bajo mis pies y dos perrazos llenos de barro pasaron como una exhalación junto a mí en dirección a la furgoneta, mientras su amo gritaba contento:
-POGTOSSS!!  AGAMISSS!! ici les chiens!!
  Al tiempo que en mi cerebro se aclaraba el misterio de los Mosqueteros, los dos perros se instalaron cómodamente en el asiento de al lado del conductor; en eso llegó Odile y nos colocamos juntas en la parte trasera de la furgoneta, utilizando para sentarnos las neveras portátiles en las que Jean-Pierre lleva los pollos, los patos y los huevos para la venta.
Recorrimos un montón de casas, y en cada una se seguían escrupulosamente 7 pasos:
1- Llegábamos.
2- Con la furgoneta en marcha, Jean-Pierre abría detrás y Odile bajaba con la mercancía correspondiente.
3- Los perros salían disparados en todas direcciones mientras ladraban sin parar.
4- Odile se acercaba a la casa y hacía la entrega. Se despedía.
5- Jean-Pierre llamaba a gritos a los perros.
6- Los perros regresaban a la carrera chafando todos los charcos a su paso.
7-Todos subían a la furgoneta.

Al volver, la cena estaba lista: soupe otra vez (ya me parecía a mí que ese puchero era demasiado grande) y omelette a la francesa.
El martes 5 de abril nos volvió a despertar Valèrie, vestida de enfermera, a las seis y media; arreglo, desayuno y autobús. Nos íbamos de excursión: veríamos  un pueblo medieval, visitaríamos la ciudad de Beaumonde e iríamos de compras.
  Llegamos a Beaulieu, un sitio bonito de verdad, con murallas, foso y puente. Almorzamos allí y  después de un rato más de autobús llegamos a Beaumonde. Una guía nos enseñó el castillo. Nos contó también que esta ciudad es la cuna del “beautini”, que es patrimonio cultural de Francia.
Comimos al pie del castillo. La ciudad era realmente preciosa, con torres de piedra y una iglesia muy antigua.
A la vuelta el autobús nos dejó en Beaugarde. Como tenía que hacer el reparto, Jean-Pierre llegó tarde a recogerme al punto de encuentro; ya sólo quedábamos la monitora y yo, que estaba toda angustiada pensando que se habían olvidado de mí.
El miércoles 6 de abril estaba algo disgustada, porque mis amigas habían quedado por la tarde en Beaugarde para ir al cine con sus francesas, pero como a mí no me podían llevar hasta allí me quedé sin plan. Como compensación, Odile y yo fuimos a dar un paseo con su bici, cada rato una, y luego decidió que hiciéramos crêpes. Cogió un bol gigantesco e hizo masa suficiente para alimentar a Francia entera y repetir. Algunos trozos de cáscara de huevo cayeron en el bol, pero eso a ella no le importó y se comió por lo menos seis o siete. Yo dije que prefería esperarme a la soupe.
  Esa noche en la cena hubo una novedad, no por el menú (sopa), sino porque vimos la tele. Resulta que Valèrie es fan de “CSI Miami”, aunque aquí lo llaman Les éxpértes de Miami (qué finos), y lo ponen los miércoles. Después Valèrie se puso el uniforme y se fue. Tenía guardia en el hospital.
Esa madrugada tuvo un solo nombre: Appendicite, o sea, apendicitis.
Poco después de medianoche Odile había empezado a dar vueltas y vueltas en su cama.
- Oh mon Dieu! J’ai mal au ventre – se quejó finalmente.
- ¿Vente? ¿quién? ¿yo? ¿a dónde?- le contesté medio dormida. Ella, irritada, asomó la cara desde lo alto de la litera y me demostró que tenía buenos conocimientos de español:
- ¡Rien de “vente”! Le ventre! el vientge, la tgipa, la baguiga, je suis très malade, cagamba! ¡Avisa a mon père todo seguida, si ello te place!
Después de dos horas de aplicar inútilmente remedios caseros, Jean-Pierre se la tuvo que llevar al hospital. Jean-Luc, el pobre, se vino a mi cama en cuanto se fueron y ya no volvió a separarse de mí.
Por la mañana me quedé con él; nos levantamos tarde, le preparé el desayuno, le vestí y estuvimos jugando a las cartas con una baraja de ésas de familias. Yo decía muchas tonterías y Jean-Luc no paraba de reír porque, no sé cómo, pero me entiende perfectamente, aunque no suelta ni una palabra.
A mediodía vinieron Abuela y Jean-Claude para cuidar de nosotros hasta que Odile se recuperara, pues Valèrie se iba a quedar con ella en el hospital. Recé para que Abuela no supiera hacer sopa.
Por la tarde Jean-Luc y yo despedimos a Jean-Pierre cuando se iba a repartir los huevos. Me sentía en la obligación de decir algo, así que metí la cabeza por la ventanilla y dije:
- Je lamento beaucoup la maladie d’Odile - Y, viendo que los Mosqueteros estaban ya acomodados en el asiento del copiloto, por hacer una gracia, añadí refiriéndome a ellos:
- Mais je veo que vous tenéis grand ayuda pour le travail, n’est-ce pas ?
Jean-Pierre, que andaba distraído recolocándose la gorra, levantó entonces la cabeza y me miró con el rostro iluminado por una enorme sonrisa:
- Oh, merci, merci beaucoup. Tu es très gentille- contestó mientras cabeceaba arriba y abajo en señal de agradecimiento. A continuación puso en marcha la furgoneta y se fue.

El viernes 8 de abril me despertó el olor de tostadas recién hechas. Bajé en un par de zancadas y desayuné con Abuela y Jean-Claude.
 En el colegio todo el mundo alucinó con lo de Odile a la que, por cierto, iban a operar del apéndice; aparte de eso, la mañana transcurrió con normalidad. Por la tarde, ya en casa, el ruido insistente de un claxon me hizo asomarme a la ventana. Era Jean-Pierre al pie de su furgoneta, que al verme me sonrió mientras me señalaba insistentemente la esfera de su reloj de pulsera. Yo no entendía nada, pero entonces Jean-Luc, que estaba sentado a mi lado, me cogió de la mano y me llevó abajo, con su padre. Éste me soltó una parrafada que no conseguí descifrar y me entregó ¡la lista de pedidos de los huevos!
 - Vite, vite, petite! On y va tout de suite!
 Seguía sin comprender. ¿A qué venía tanta prisa? ¿A dónde había que ir “tutsuit”? Y, sobre todo, ¿Por qué me lo decía a ? Entonces Jean-Luc me llevó de la mano hasta el gallinero y me tendió una huevera. Ahí caí en la cuenta.
- ¡Ay, madre! ¿Acaso tu padre entendió ayer que yo me ofrecía a sustituir a Odile?
El niño sonrió y afirmó con la cabeza.
Ya no había escapatoria así que, haciendo de tripas corazón, entré en el gallinero, recogí los huevos, los distribuí en  hueveras como buenamente pude, y metí las hueveras en las neveras de la furgoneta. Me hice un sitio entre los Mosqueteros, no sin antes haberme puesto las botas de goma de Odile, y nos fuimos a hacer el reparto.
El domingo 10 de abril dormí hasta que Jean-Luc se presentó en mi habitación con un ramo de tréboles, algunos con raíces y todo, como premio por haber trabajado tanto durante el viernes y el sábado, pues en dos días nos habíamos recorrido casi toda la comarca con la furgoneta batiendo el récord de ventas; durante ese tiempo pude contemplar paisajes increíbles y conocer a mucha gente. Abuela, que había preparado un super-desayuno con croissants y chocolat, empezó a hablarme en “beautini”, y casi sin pensármelo le propuse que, si ella me lo enseñaba, a cambio yo le enseñaría español. Me contestó que paguefé, que en “beautini” significa “perfecto”.
Teníamos comida de pique-nique con todos los del intercambio. Jean-Claude me preguntó si podría preparar algún plato típico español y, aunque no tengo ni idea de cocinar dije que paguefé. Hicimos gazpacho andaluz (el puchero de la soupe lleno hasta arriba), y un par de tortillas a l’espagnole. Todo un éxito.

El martes 12 de abril tuvimos visita a la ciudad de Beauvillage y su magnífica catedral. Allí nos contaron que a principios de la Revolución Francesa se destruyeron todas las imágenes de la flor de lis, símbolo de la monarquía francesa, pero que en esta catedral hay una vidriera en lo más alto del ábside con forma de flor de lis, y es una de las pocas que aún se conservan.
A la vuelta ya sabía que Jean-Pierre llegaría tarde a recogerme, así que mientras le esperaba con Matilde aproveché para comprarle unos pendientes a Odile.
Para cenar Jean-Claude hizo “Beau-Gourmande”, plato típico de aquí. Delicioso.
El jueves 14 de abril Odile volvió a casa con su madre. Jean-Pierre, Jean-Luc, los Mosqueteros y yo habíamos ido a devolver a los abuelos a su casa. Nos despedimos de ellos en “beautini”, primero a la francesa, con tres besos, y después a la española, con un fuerte abrazo. En el viaje de vuelta Jean-Pierre y yo hicimos pasar un buen rato a Jean-Luc porque, como de costumbre, no había manera de entendernos.
   Ya en casa le di los pendientes a Odile, que tendría que hacer reposo durante unos días. Olía de nuevo a soupe y, por ser mi última cena, Valèrie había preparado en mi honor unos huevos cocidos. Luego hubo muchos besos, abrazos y au revoir, que mañana on se verra pas, y después de ducharme emprendí la ardua tarea de hacer la maleta pero, como todos sabemos, las cosas nunca entran en su sitio igual que salieron, así que tuve que sentarme encima para poder cerrarla.
Cuando amaneció el 15 de abril, último día en Francia, y Valèrie entró a despertarme, yo llevaba ya un buen rato despierta. Me arreglé en un minuto y al bajar a desayunar vi que me había preparado un montón de bocadillos para el viaje y una hueverita con los huevos que habían sobrado la noche anterior. Luego me acompañó a la parada y nos dimos un último abrazo.
- Ha estado grand plaisir que tu has sido chez nous. Es también tu casa, n’est-ce pas? ¡Tú vuelves cuando quiegues!- fueron sus palabras de despedida cuando se ponía en marcha el autobús.

Ahora, mientras todos gritan y brincan al cruzar la frontera, voy repasando mentalmente lo vivido durante estos quince días de abril, y el balance es positivo. He conocido a personas diferentes, he conocido otra manera de vivir pero, sobre todo, me he conocido mejor a mí  misma y el verdadero valor de todo aquello hacia lo que regreso.


  Han pasado 13 horas. Aparece delante de nosotros, al fin, el aparcamiento del colegio, donde se arremolinan un montón de familiares, y entre la gente que espera veo a mis padres. Ya no pienso en Odile, Jean-Claude o Valèrie. Una sola emoción me envuelve de pies a cabeza:
  Estoy en casa.